Las entrevistas de trabajo…

Durante la última entrevista de trabajo que Luis había tenido le pusieron otra vez una pistola en la cabeza.

-Siempre lo hacen -va diciendo Luis a quien quiere escucharle.

Nadie le cree, salvo yo. Le creo porque sé que no tiene nada que comer y, en esas circunstancias, una pregunta es un dedo que esperas que no apriete el gatillo de la negación.

-Si fallas la respuesta una bala en forma de «No» entra por tu oído y destruye tu espíritu; si fallas no comes… Y mientras tienes la pistola en la cabeza no puede caerte sudor por la frente, ni se te puede secar la garganta, ni te puedes mover, ni puedes tartamudear. Si lo haces estás muerto… ¡Y cómo te mira el que tiene la pistola en la mano! Se siente tan poderoso que te observa como si fueses poco menos que nada. Incluso te examina, te cuestiona tu vida, tus logros, lo que eres y lo que vales… A ver la entrevista de mañana pero… ¡estoy harto! -comenta Luis con rostro evidentemente cansado y apesadumbrado-.


Durante la última entrevista de trabajo que Luis había tenido no llegaron a ponerle una pistola en la cabeza. Antes de que el entrevistador tuviese oportunidad de hacerlo Luis sacó una escopeta que escondía debajo del abrigo:

-Se la puse al entrevistador en la sien -va diciendo Luis a quien quiere escucharle.

Nadie le cree, salvo yo. Le creo porque sé que tiene mucho que perder y, en esas circunstancias, una respuesta es un dedo que no esperas que apriete el gatillo de la negación.

-Tenías que haber visto cómo le caía el sudor por la frente, cómo se le secó la garganta, cómo no paraba de moverse, cómo tartamudeaba. Ya no se sentía tan poderoso, sino poco menos que nada. Incluso le examiné, le cuestioné por su vida, por sus logros, por lo que él era y lo que valía… Y justo en aquel instante disparé en el centro de su oído. «No», le dije. «No voy a aceptar 300€ al mes por 15 horas de trabajo al día. Tú, y los que sois como tú, me dais asco. ¡Estoy harto de vosotros!»… Entonces guardé la escopeta y me fui de allí -comenta Luis con rostro evidentemente sonriente y complacido-.

El puzle

Hace unas cuantas décadas me regalaron un puzle que no supe si sabría construir. Tampoco supe si quería construirlo, ni siquiera si quería abrirlo, pero a quien me lo regaló no podía decírselo; así, acepté el regalo.

En la caja de aquel puzle se veía un espeso bosque, una casa imponente, una familia con niños a quienes les brillaban los ojos, un árbol recio y fuerte en cuya sombra leía un sonriente caballero, un cielo plenamente azul, un saludable perro corriendo entre las flores y un río caudaloso.

La imagen de aquel puzle era bonita, muy bonita; prometía una estampa idílica, tan majestuosa que al final me decidí a abrir la caja y a empezar a construirlo. No obstante, han pasado unos años y aún no he conseguido ver aquel precioso retrato. Llevo lustros uniendo piezas; unas encajan, otras parecen encajar pero terminan desuniéndose, y otras nunca llegan a ensamblarse.

Aunque cansado, aún continuo intentando construir ese puzle que nunca acaba, que nunca llega a ser idílico y del que no sé si he ido perdiendo algunas piezas…

Esa ambiciosa soberbia…

Algunos me escuchan decir que voy a ser el mejor escritor del mundo, o que voy a dar un golpe sobre la mesa del sector Literario español, y se echan a reír. «Eres un soberbio», me dicen; y vuelven a echarse a reír. «Jajajaja», se oye en tonalidad fuerte, risas que retumban por toda la habitación, incluso más allá, en las casas de familiares, amigos, parientes, vecinos, conocidos y desconocidos (ya sabéis que a reírse se apuntan todos; a lo de llorar ya les cuesta más…).

Pero no os creáis que ésas son risas que molestan o que hieren. No, ésas sólo son risas flácidas e inertes, risas que no duelen no porque procedan de gente insignificante para el que las recibe, sino porque proceden de gente que tiene una visión de la vida distinta a la mía. Ni mejor ni peor, simplemente distinta.

Porque en definitiva todo es cuestión del color del cristal con que se mire, o cuestión de semántica –que viene a ser lo mismo-. Lo que para unos es soberbia para mí es ambición, y la ambición es una característica básica que ha de poseer todo aquel que quiere triunfar. Por lo menos a mi modo de entender, pues yo no concibo un panadero que no entre en su horno con la idea de hacer “el mejor pan de la ciudad”, ni al reponedor de supermercado que no prepare “la mejor estantería del país”, o al camarero que no se acerque a la máquina con la intención de hacer “el mejor café de todos los tiempos”.

La mía es una visión ilusoria de lo que en realidad sucede, lo sé. La actitud de la gente ante la vida suele ser la contraria: dejadez e indolencia. Y lo peor es que cuando crees que algo es “poco para ti”, o crees que puedes “mejorar”, o piensas que eres “mucho mejor” en algo de lo que te están dejando demostrar, entonces aparece ese que se tiene a sí mismo por perdedor y te dice aquella famosa frase que todos alguna vez habremos oído: “¡Pero tú quién te crees que eres!”. A lo que después añaden: “Oye, que yo sólo te advierto, para que después no te lleves la decepción…”. ¿A que sí que habéis oído esas frases? Estoy seguro de que sí, de que ya sea que os las hayan dicho a vosotros mismos o a alguno de vuestros conocidos, las habéis oído…

Aunque también existen personas que te transmiten ánimo y que creen en ti, es más cierto que estamos rodeados de conformismo, de gente que no tiene más meta que pasar el día hasta que llegue la noche, de gente desganada que por el mero hecho de no haber triunfado ellos se cree que nadie está capacitado para hacerlo, así como de gente que un día triunfó y que ahora permanecen sentados en sus poltronas mostrándonos a todos los demás que ya les da absolutamente igual todo –para mí estos últimos son los peores-. Todos estos son los filósofos vitales que llevan por bandera ese: “¡Quién te crees que eres!”, y ese otro: “Es que no quiero que te decepciones”, y ese definitivo: “Eres un soberbio”.

Personalmente, yo oigo a todo el mundo –no hacerlo sí sería soberbia-, pero escucho a muy pocos. Ni hago caso a los que me halagan, ni hago caso a los que me vilipendian. Y tengo que deciros que es una manera de afrontar las cosas que me permiten vivir bastante tranquilo. Ni tomo antidrepresivos ni tomo vitaminas vigorizantes del ánimo porque el ánimo para creer que voy a ser muy grande no me lo quita ni aquel que vive en el más absoluto desánimo.

Es mi manera de ver las cosas. ¿Soy un soberbio? No; sólo soy alguien que cree que va a ser el mejor en lo suyo. ¿Cómo conseguir tal objetivo si no crees que puedes serlo? La vida me pondrá en mi lugar, pero nadie me va a impedir que lo intente. El que quiera ser igual que el resto, que lo sea; de mí esperad mucho más que eso…

Sentimientos encontrados

El otro día me dijeron algo que me chocó al escucharlo:

– «¿Economista y escritor de novelas? Los economistas que yo conozco no escriben novelas…».

Supongo que hay parte de razón en dicha reflexión, pues el realismo vital que impone ser economista es frontalmente divergente a la ensoñación que supone ser novelista. No obstante, los sentimientos encontrados que generan ambas profesiones no implican una contraposición entre ambas. Al contrario, son complementarias. Cuando escribo, bien me viene de vez en cuando aislarme en la realidad económica (o no) de este mundo; y bien me viene también, y en mucha mayor medida, aislarme de la dañina realidad con un buen rato de escritura.

Pero reconozco que no soporto los clichés. Igual que porque soy rubio no soy tonto, porque soy economista escribo novelas. ¡Y encima me las publican!  De todos modos, es curioso cómo la gente te pone el estigma y te juzga por lo que cree que eres, no por lo que eres. Así está montado el circo.

Y una cosa os digo: Prepararos, porque con «Agua seca y sal» voy a revolucionar el mundo literario español. Y lo voy a hacer siendo rubio y economista, no siendo moreno y filólogo hispánico… 😉

La vida sigue

Hola chicos. Hacía tiempo que no acudía a mi blog para mostraros nuevas cosas, pero hoy quiero compartir con vosotros el último relato corto en el que he estado trabajando estas pasadas semanas. Se titula: La vida sigue, y lo voy a enviar a un concurso. Antes de nada, deciros que la temática del concurso es «Impresión en 3D», algo de por sí bastante raro. A mí se me ha ocurrido lo siguiente. Espero que os guste…

LA VIDA SIGUE

Cuando la mujer de Jaime apareció asesinada a las puertas de su casa todo el barrio se consternó. Nadie daba crédito a lo sucedido, nadie podía creer que alguien pudiese arrebatar una vida a cambio de un bolso de mercadillo y unos escasos euros; pero así fue, una sola puñalada bastó para atravesar el corazón de Lucía, para oscurecer sus ojos verdes repletos de vida, para agotar sus recuerdos, para acabar con aquella inolvidable sonrisa que acompañaba la existencia de los suyos desde hacía cincuenta y un años.

Una sola puñalada bastó para atravesar el corazón de Lucía, también el de Jaime, su marido desde hacía veinticinco años, también el de sus hijos, Clara y Juan, veinteañeros risueños que observaban el mundo con alegría y cierta inocencia. Hasta entonces, momento aquél en el que la tragedia se cebó con lo que más querían, en el que sus pequeños ojos pardos y melosos tornaron en hinchados por las lágrimas, en el que sus infravalorados recuerdos revivieron, en el que sus sonrisas fueron tiranizadas por la pesadumbre.

Así son las tragedias, tan humanas como inhumanas, aquellas inesperadas quizá algo más, pero todas lo son, siempre abruptas y brutales, y Jaime, con su mirada cercenada y su cuerpo languidecido, era el que más sufría. Paralizado por la pena, no podía ni hablar ni tenerse en pie. Clara, aunque destrozada y llorosa, pañuelo en mano encontraba algún que otro instante de serenidad y sosiego. El que mantenía el rictus de rectitud y hombría era Juan, el cual, pese a su indudable pesar y sus veinte años recién cumplidos, ejerció en todo momento como cabeza de familia.

Ciertamente, en aquellos días Juan se convirtió en padre no porque su padre no quisiera ejercer como tal, sino porque este último no podía. Atolondrado por la nostalgia, la rabia y la tristeza, Jaime se desgastaba igual que un azucarillo en una taza de café, poco a poco, lentamente, minuto a minuto. Y si algo realmente le consumía, sobre todo, eso era la falta de respuestas. Jaime pasaba gran parte de aquellos días dándole vueltas a la cabeza, intentando dar réplica a las preguntas que tanto desconsuelo le generaban: «¿Por qué nos ha sucedido esto a nosotros?»… «¿Por qué a mi mujer?»… «No somos nadie, sólo los sencillos propietarios de una imprenta»… «No nos va mal. Sobrevivimos. Incluso hemos podido comprarnos esa dichosa impresora de 3D. Pero no tenemos dinero»… «¿Por qué quisieron robar a Lucía?»… «¿Por qué no a mí?»…

No había respuestas, ni siquiera de la policía: «Todo hace indicar que ha sido un robo y que algo salió mal, pero aún no tenemos al culpable…». No había consuelo, ni siquiera de los vecinos, que acudieron prestos tanto al funeral como al entierro; tampoco de la familia, que con todo su cariño trataba de animarlos y arroparlos en un trance que para ellos mismos era horripilante.

No había respuestas, no había consuelo y no había trabajo. La imprenta permanecía cerrada desde el suceso. Jaime no tenía fuerzas. No comía, fruto de la desolación y de un pequeño sentimiento de culpa que estaba creciendo en su interior: «¿Y si no me hubiese ido antes aquella tarde?»… «¿Y si hubiese ido a buscarla?»… Su hermana Helena, que había venido del pueblo para quedarse un tiempo con ellos tres y ayudarlos en lo posible, le repetía incesantemente a su hermano que debía hacer cosas, moverse, a fin de entretenerse y alejar su mente de reflexiones que le condujesen a un estado de ánimo aún peor; pero Jaime no la escuchaba: «¿Qué más da?»… «¿Ya nada importa?»… Era normal, habían transcurrido sólo unos días, demasiadas pocas horas como para reconstruir el mundo que Jaime había construido con tanto tesón, aquel mundo lleno de amor que se había venido abajo con una crueldad inusitada.

Fue Juan el que decidió que aquello no podía continuar así, y la mañana siguiente a que su tía hubiese regresado al pueblo, la misma mañana en que se cumplían justo dos semanas del infeliz fallecimiento de su madre, marchó a la imprenta y la abrió. No pudo convencer a su padre, el cual continuaba empeñado en mantener cerrado el negocio: «Me da igual. ¡No quiero abrir! ¡No voy a ir!»… A su hermana Clara tampoco, aunque ella trabajaba en otra cosa y su preocupación por el negocio era algo menor que la de Jaime y Juan: «Deja a papá tranquilo. Si no quiere ir que no vaya. No lo atosigues»… Pero Juan sí había podido convencerse a sí mismo: «Es lo mejor para todos. La vida sigue…».

Aun con todo su convencimiento, cuando Juan se halló ante la puerta de la imprenta un escalofrío se apoderó de su cuerpo. No sabía qué esperar. Levantó el cierre y se sobresaltó. Pero no se sobresaltó porque faltara nada; los folios, la impresora de 3D, las impresoras normales, los diversos artículos,…, todo estaba igual que lo habían dejado. Lo que sobresaltó a Juan fue distinguir, entre el olor a relente y a cerrado, el casi imperceptible aroma de la colonia de su madre, Lucía, la última persona que había estado allí. Juan no se lo esperaba, y al apreciar aquel perfume la sintió muy cerca, casi viva.

Tras ese extraño impacto inicial Juan pensó en la locura que significaban aquellas sensaciones y continuó como si nada, aunque el recuerdo de su madre se hallaba impregnado en cada esquina de aquel lugar, sobre todo en la impresora de 3D. Esa máquina que Juan no terminaba de comprender había sido la última compra de su madre, una adquisición en la que Lucía se había empeñado: «Hay que comprar una impresora de 3D. Con ella llevaremos este negocio un paso más lejos. Es el futuro…», y cada vez que Juan miraba aquel objeto grande y moderno que permanecía impasible en la parte izquierda de la tienda su madre le venía a la memoria. Entre aquellas vivencias y el reencuentro con algunos vecinos, el día resultó muy difícil para él.

Su situación no mejoró al llegar a casa. Física y psicológicamente abatido y cansado, Juan abrió la puerta y se sobresaltó. Pero, al igual que le sucedió por la mañana, Juan no se sobresaltó porque faltara nada; ahora no eran los folios, ni la impresora de 3D, ni las impresoras normales, ni los diversos artículos, sino los cuadros, las fotografías, los muebles,…, todo estaba igual que lo había dejado. Lo que sobresaltó esta vez a Juan fue reconocer a su padre sentado en el sofá de orejeras, cabizbajo, somnoliento, con las mejillas llagadas y los párpados amoratados, una copa de coñac en la mano y la foto de su mujer fallecida encima de las piernas, justo en la misma posición y con el mismo gesto que Jaime tenía al amanecer, cuando Juan se había marchado. Jaime parecía un fantasma, inmóvil y marchito.

El chico se acercó a su padre y le preguntó si quería cenar algo; Jaime no quiso. También intentó contarle cómo estaban las cosas por la imprenta, pero Jaime le contestó con un gruñido y un seco: «¿No te das cuenta de que no quiero saber nada? ¡Me importa un bledo la tienda! Y la impresora de 3D… ¡no vuelvas a mencionarla! ¡Tírala mañana mismo a la basura!».

Sorprendido por aquella reacción tan áspera, Juan se fue a la cocina. Mientras se hacía la cena, reflexionaba sobre cuáles serían los motivos que llevaban a su padre a tener aquella enorme animadversión por la impresora de 3D. Le parecía muy raro. No obstante, su incertidumbre al respecto le duró muy poco. Minutos más tarde regresó Clara de trabajar y le enmendó sus dudas. La última conversación entre su padre y su madre había tenido lugar en la imprenta la tarde del día en que Lucía había sido asesinada: «Papá me contó que los dos se pusieron a discutir por la impresora de 3D. En las primeras tres semanas ningún cliente la había utilizado, y papá empezaba a creer que su compra había sido un gasto inútil. Mamá no pensaba igual y, después de una buena regañina, papá terminó marchándose de la imprenta dando un portazo, muy enfadado, y dejando a mamá sola en la tienda…».

Juan comprendió entonces el desdén de su padre, tanto hacia la impresora de 3D como hacia sí mismo y todo lo que le rodeaba. Lucía había muerto y Jaime la había despedido enfadado y con un portazo, algo que jamás podría cambiar. Sabiendo lo que su padre quería a su madre, el chico no pudo más que frotarse los ojos, resoplar y dejar caer sus brazos: «¡Buf! ¡Cómo debe sentirse mi padre!»… Aquella noche Juan, al igual que su padre, no pudo dormir. Estaba muy afectado por lo que acababa de conocer.

Y las noches siguientes Juan tampoco pudo dormir. Buscaba con sus reflexiones una solución a aquella situación, pero no encontraba ninguna. Su padre no mudaba su fantasmagórica estampa, sentado siempre en el sofá de orejeras, cabizbajo, somnoliento, con las mejillas llagadas y los párpados amoratados, una copa de coñac en la mano y la foto de su mujer fallecida encima de las piernas; y su hermana Clara hacía su vida, iba y venía del trabajo, sin implicarse demasiado en lo que estaba ocurriendo en casa, sin ganas de cocinar –algo que le encantaba-, callada y sin su sentido del humor de siempre.

Para colmo, en dos días era el cumpleaños de Jaime, y en cuatro el de Clara –curiosamente, casi habían nacido en la misma fecha-. Juan estaba muy preocupado por ambos, por su padre y su hermana, y tenía la plena convicción de que intentar festejar su cumpleaños con cierta normalidad podía ser muy positivo, pero no dejaba de ser un compromiso, el primer día de celebración desde que su madre murió y ninguna gana de celebrar. «¿Qué hago?», se repetía Juan una y otra vez mientras veía a su padre marchitándose cada minuto un poco más, tirado en el sofá gritando sin parar: «¡Me importa un bledo la tienda! ¡Y tira la maldita impresora de 3D a la basura!»… Más problemas, más quebraderos de cabeza para un chico de veinte años que había perdido de golpe a su madre y que estaba perdiendo, poco a poco, también a su padre y a su hermana.

Sin embargo Juan no se permitió decaer. Tras otra noche horrible y una solitaria y fría caminata hasta la imprenta, Juan entró en el establecimiento para comenzar otra insulsa jornada. Al apretar el interruptor la impresora de 3D se iluminó y comenzó a funcionar sola. El chico pegó un respingo inicial, asustado, atónito, incrédulo. Se acercó hasta la máquina, pero no vio nada particularmente extraño. Justo en ese instante un policía entró en la tienda y le comunicó que ya habían atrapado al autor del asesinato de su madre. Juan agradeció la noticia y, sin mediar más palabras con el policía, llamó a su padre. Mientras hablaba con él, Juan percibió cómo el aroma de la colonia de su madre, Lucía, se apoderaba de toda la imprenta; y ante tal conjunción de acontecimientos Juan sonrió por primera vez en mucho tiempo: «¡Ya sé lo que tengo que hacer!».

El día del cumpleaños de su padre, al alba, cuando el sol no había aún asomado entre las nubes y Jaime dormía recostado sobre el sofá de orejeras, Juan se aproximó sigilosamente, cogió de las piernas de su padre la foto de su madre y salió de casa sin ser oído. No había nadie por la calle, sólo se escuchaba el silencio a esas horas tan tempranas. Procurando hacer el menor ruido posible, Juan entró en la imprenta. Rápidamente, sin esperar, se puso a manipular la foto de su madre, introduciendo posteriormente en la impresora de 3D un trozo que había recortado. Encendió dicho aparato y esperó. En tres ocasiones realizó el mismo proceso con la impresora de 3D, y aunque llevaba su tiempo, Juan no perdió la sonrisa; ni tan siquiera cuando su padre le llamó por teléfono y le reclamó a gritos que le hubiese hurtado a escondidas la foto de su esposa. Juan no le hizo ni caso; se limitó a felicitarlo antes de colgar, nada más. Entre cliente y cliente el chico preparó tres paquetes, cada uno de ellos con uno de los objetos surgidos del trabajo de la impresora de 3D, cada uno de ellos con un nombre: Jaime, Clara y Juan.

Al finalizar la jornada Juan fue a comprar unos pasteles que había reservado durante un breve descanso en el trabajo. Con ellos en la mano se presentó en su casa con prestancia, convencido de estar haciendo lo correcto, sin preocuparle la reacción que iba a tener su padre cuando lo viera. Sabía que Jaime le iba a gritar. Y no estaba equivocado; así ocurrió. Nada más verlo, Jaime le recriminó airadamente que se llevara la fotografía de Lucía, que trajera pasteles y que tuviera la poca vergüenza de querer regalarles algo: «¿Es que no querías a tu madre? ¿No tienes ni el más mínimo respeto por ella? ¡No hay nada que celebrar!»… Clara, que había pedido el día libre para no dejar sólo a su padre en una fecha tan señalada, también miró a Juan con cierto grado de recelo. Juan no se tomó a bien aquellas palabras y perdió un poco la calma: «¡Ya está bien! Sentaos los dos en la mesa». Los dos se sentaron.

Juan, ya más tranquilo, continuó: «Quiero tanto a mamá como ella nos quería a nosotros. Si estuviese aquí estaríamos celebrando este día con gran alegría, con unos bocaditos de nata como estos, sus preferidos, y repartiéndonos regalos. Mamá nunca quiso vernos tristes. Por eso nos regalaba siempre su sonrisa. Tomad. Yo tengo otro para mí…»… Juan repartió los tres paquetes que cuidadosamente había realizado en la imprenta. Cuando Jaime y Clara los abrieron y vieron su contenido no sabían si reír o llorar. El regalo que Juan les había traído era una réplica en 3D de la sonrisa de Lucía: «Es la sonrisa de mamá, la que ella siempre nos concedía para que estuviéramos alegres. Nunca nos ha faltado y nunca nos volverá a faltar. Yo la llevaré siempre conmigo; así, jamás me podrá la tristeza. Además, la he realizado con la impresora de 3D. Es lo último que ella compró. Me parecía un gran homenaje… No sé. ¿Qué pensáis?…».

Tras un breve pero eterno silencio Jaime se levantó, se dirigió hacía Juan y le abrazó. Sus ojos brillaban de nuevo. Por su parte, Clara se quedó inmóvil. Una pequeña lágrima cayó por su mejilla derecha; sin embargo sonreía, igual que su padre, por primera vez desde que Lucía les fuese arrebatada de su lado. Con aquel gesto de Juan los dos habían recuperado su ánimo.

A partir de aquella noche Juan pudo dormir y descansar. Clara recuperó su palabrería, sus ganas de cocinar y su buen humor. Y Jaime regresó a la imprenta al día siguiente. Nunca dejó de llevar consigo la sonrisa de su esposa, ni de sonreír. Nunca tiró a la basura, ni lo insinuó nunca más, la impresora de 3D que Lucía insistió que compraran, la cual cuidó desde entonces como si fuera su mayor joya. Lo que sí tiró a la basura fue el sofá de orejeras y la botella de coñac. Nunca volvió a beber ni a decaer: «Es lo que Lucía querría. La vida sigue…».