Una de banqueros…

A veces no sé cómo me siento, o sí lo sé, pero no quiero saberlo; o sólo lo intuyo, y de lo mal que me encuentro cierro todas las puertas a una posible sensación de decadencia.

No quiero decaer, supongo que nadie quiere, sin embargo la existencia te impone en determinados momentos retos difíciles de superar. El último de ellos ha sido esta semana, un reto de dos por dos, sin más luz que la de una minúscula bombilla, sin más olor que el del relente y la humedad, y sin más aire que uno no condicionado. Allí, en una cajonera de un subsótano de un edificio, casi como encarcelado, me pasé un par de días rodeado de papeles y más papeles, hasta que de tanto papel decidí limpiarme con ellos aquello antihigiénico…

Cuando aceptas un trabajo te expones a la falsedad y a la mentira de las miradas y medias sonrisas de la gente; ya lo percibes desde la propia entrevista, en la cual ya se sabe: si mientes… malo, y si dices la verdad… peor. Pero lo peor son los castillos en el aire, las absurdas promesas y la creación de expectativas que emergen del entrevistador, porque cuando todo eso se cae… no hay quien lo recoja.

Aún recuerdo las palabras del banquero: «Necesitamos con urgencia a alguien que sepa Access a nivel expertísimo. ¿Usted sabe?… Yo sé lo que usted necesite que sepa… Pues sepa que el puesto es suyo… Sabido está; ¡y qué bueno sabe!…»; y yo, entregado a la causa, por si mi nivel de Access no fuese el suficiente (¡¡que vaya usted a saber!!), voy y me bajo de internet un curso (oiga, que lo mismo no sé nada y me creo que sí; o lo mismo sé más, pero hacer un curso ahí que queda).

Aún recuerdo, también, llegar al puesto… ¡y no tener ordenador! (que digo yo que el Access gestionado sólo con la mente todavía está por crear). Aún recuerdo, por supuesto, como se me acerca el jefecillo de turno a decirme: «Pues te toca archivar» (vale, eso puedo hacerlo hasta sabiendo que quizá no sepa lo suficiente de Access). Aún recuerdo, que no se me olvida, a mis compañeros dándome ánimos y diciéndome que todos ésos eran unos hijos de puta (pero chicos… ¡¡¡a mí no me lo digáis, que yo en dos minutos ya me he dado cuenta; decídselo a ellos, que a los hijos de puta hay que decirles que lo son, que luego se les olvida y es peor!!!!). Aún recuerdo, cómo no, al jefecillo viniendo a mi lado a la hora de irme y diciéndome: «Estamos intentando que tengas ordenador… pero el archivo hay que hacerlo y corre prisa» (pues si corre prisa, ¡a qué esperas! ¡Ah!, ya sé… ¡Era él el que no sabía nada de Access!). Y aún recuerdo, para colmo, cómo al día siguiente el señor al que yo debía de ayudar con tanta urgencia (el del Access, ¡coño!, ¡ése era el del Access!) se había cogido el día libre y no se presentó a trabajar; total, si ya había un expertísimo en Access haciendo el archivo…

Sinceramente, me da mucha pena tener que contaros todo esto, porque es un ejemplo de la dejadez y pobredumbre ética que se está alcanzando y forjando en este país. Es una lástima que se rían así de la gente, sin pudor, y que les roben lo más básico: su dignidad. A mí no me han robado nada (a los dos días les envié sin acritud a tomar por el c…ulo), pero hay otros que coartados por su situación personal, o por cualquier otra razón, han de dejarse mangonear… y Dios sabrá qué más cosas. ¡Qué asco de gente! No obstante, que no os quepa duda de que el que siembra vientos recoge tempestades. ¡A cada cerdo le llega su San Martín, amigos!

Después de escribiros, me vuelvo a estudiar otro rato mi curso de Access. Si es que, ¡quién me mandaría a mí fiarme de un banquero!…

La tierra de los libres

Hace dos días, cuando el señor Ricks se me acercó y me preguntó si quería algo, no sé por qué me dio por pedirle un poco de papel y un lapicero. Para serle sincero, ni siquiera pensaba que me los fuera a dar, por lo que, desde que los tengo conmigo, me he pasado el tiempo reflexionando sobre qué hacer con ellos; y no sólo sobre si debía utilizarlos para narrar mi historia, mi vida, como en un principio creí que sería buena idea, sino, yendo aún más allá, sobre si debía utilizarlos o no. Al final, aunque le confieso que no sé muy bien cómo hacerlo ni qué contarle, como puede ver, después de mucho meditarlo, me he decidido a rellenar estos folios.

Lo cierto es que eso, meditar, es lo único que podemos hacer los que nos encontramos entre estas cuatro paredes. Es lo único que nos queda y que nos mantiene relativamente alejados de la locura. Muy cierto. Y meditamos sobre cualquier cosa: qué esconde la mirada del que tenemos enfrente —-porque aquí no te puedes fiar de nadie, cómo es que ese que se supone que me hablaba ya no lo hace porque aquí no hay amigos, por qué se produjo aquel grito que escuchamos por la noche porque aquí sufrimos como lo que somos, presas de los animales que ostentan poder, quién talló las palabras Love y Peace en uno de estos muros porque aquí también sentimos, más hondamente si cabe,…

Así son los días de un encarcelado, así pasan nuestras horas, entre objetos, individuos y sucesos en los que no repararíamos ni tendrían para nosotros la menor importancia si nuestras circunstancias fueran distintas. Es muy duro reconocerlo, pero, aquí dentro, ni yo ni lo que me ocurre le importa a nadie, al igual que a mí ya han dejado de importarme los demás y lo que les ocurre.

Y es algo que he de admitir con gran pena, porque yo antes era totalmente distinto, un buscador de la verdad, un luchador por causas perdidas, un hombre con fuerza, con dignidad, con honor, con honestidad, con conciencia, con decencia. Todo eso que yo defendía y tenía, además de una serie de cosas más materiales y vulgares, las perdí hace hoy cinco años, cinco meses y veinticuatro días no puedo evitar llevar la cuenta de cada minuto transcurrido desde que entré en este salvaje lugar; o, más bien, me las robaron, aunque eso es algo difícil de medir.

Porque, realmente, en mi situación: ¿hasta qué punto me robaron mi vida y hasta qué punto fui yo el que la perdí? Yo era periodista, sabía dónde me metía, sabía lo que hacía, sabía dónde vivía, sabía a lo que me exponía, sabía lo que iba a escribir. Y tenía una existencia muy superior a la de la gran mayoría de los habitantes de estas tierras, una consideración de gran profesional, de gran hombre, una posición muy respetada. Era envidiado; “allí está Mohamed Kamara, el hombre sabio, el ilustrado”, murmuraban mis vecinos al verme paseando por las calles del pueblo… ¿Por qué tiré todo eso a la basura? Esa pregunta me ha perseguido durante estos años, si bien, a estas alturas, ya me da un poco igual. En el fondo, ahora ya no soy más que un muerto en vida…

Antes le he dicho un nombre y, sí, ese soy yo: Mohamed Kamara. No se preocupe, sé que mi nombre no le dirá nada, que no me conoce. No he sido nadie importante a nivel internacional; ni un gran deportista, ni un político famoso, ni un científico, ni he inventado algo por lo que se me recuerde, aunque… ¿debería conocerme?…

Ciertamente sí, debería. No obstante, yo no soy hombre que se lleve a engaño; el mundo es así, la gente cada vez posee menos consideración y escrúpulos hacia lo que pasa más allá de sus propias narices, cada vez hay menos conocimiento curioso, teniendo en cuenta que estamos en lo que alguien tuvo a bien denominar: “Era de la información”…, y, lo que es peor, cada vez hay menos ganas de conocer hace tiempo que nos pudo la dejadez, de saber que existen miles de casos como el mío, personas oprimidas, calladas, recluidas y masacradas porque un día decidimos denunciar la situación de nuestros países, de nuestros gobiernos, de nuestra familia, de nuestros conocidos, de nuestro mundo.

Y es exactamente por eso, por denunciar desde el periódico en el que trabajaba los abusos y la violencia de un gobierno despótico, que las fuerzas gubernamentales entraron en mi casa, me golpearon y me sacaron de ella a rastras para lanzarme a este agujero infesto, sucio y que huele a meados en el que la sequedad de los veranos te quema los huesos, la niebla del otoño te ciega el alma, y la lluvia del invierno te cala la sangre.

Lo que hace de esto algo sumamente irónico, incluso risible, es que esta carencia de libertades se produzca en un país llamado Liberia, la “Tierra de los libres”. Y por si eso fuera poco, para todavía mayor sarcasmo, no hay libertad en un país que fue fundado para los esclavos norteamericanos liberados de semejante hecho surgió su nombre, esclavos que olvidaron su pasado y hoy esclavizan a otros. ¿Qué pensarían nuestros tatarabuelos si vieran en lo que se ha convertido este país? La “Tierra de los libres” es ahora la “Tierra de los esclavos”, aunque yo creo que siempre fue lo segundo, y nunca lo primero, pues en ningún momento ha tenido relevancia la vida de nadie dentro de estas fronteras.

Y, aunque pueda parecer lo contrario, ni siquiera la tiene ahora que nos gobierna una Premio Nobel de la Paz… ¿Por qué? Porque ya no estamos inmersos en Guerras Civiles, ni en las terribles dictaduras de políticos sin miramiento alguno, ni en el no menos terrible sometimiento económico de los países del primer mundo a través de la explotación de uno de nuestros grandes recursos, como el hierro, el caucho o los diamantes; porque actualmente estamos inmersos en algo mucho más triste, en la peor de las dictaduras: la de nuestra propia ignorancia.

Por supuesto, de entre todas esas vidas que no valen nada, una es la mía. Tengo cuarenta años y un extenso pasado, pero no tengo futuro en realidad, habiendo nacido y crecido aquí, nunca lo tuve…. Dentro de cuatro días estaré muerto. Seré ejecutado en la horca por el delito de alta traición. Estas han sido, por lo tanto, mis últimas palabras…

Gracias.

Mohamed Kamara Johnson, preso nº: 27045

Prisión de máxima seguridad de Zwedru, sureste de Liberia,

24 de febrero de 2009

P.D: Por favor, como mi última voluntad, entréguenle esta carta al señor George Alí Séfora, pastor de las almas que habitan en esta cárcel, para que haga con ella lo que él considere oportuno. También, por favor, les pido que busquen a mi esposa Samira y a mi hijo André y les digan, allá donde estén, que los quiero, así como que, aunque sé que el daño que les he provocado es irreparable, intenten perdonarme; nunca debí creer que esta era, de verdad, la “Tierra de los libres”…